28.12.05

Aunque a veces uno revisa el contenido antes de salir, lo que está en el morral quedá alli..."LloraBar"

Una tarde cálida, espesa. Un cielo encapotado, gris. Una avenida ancha, atestada. Una mochila de sueños, repleta. Juan sale del trabajo y se dirige a un bar. Al más cercano, al más barato. Un café con leche y algo de tiempo, una de estas cosas más difícil que la otra últimamente. En el camino debe esquivar hombres errantes de andar cansino, niñas exaltadas recién salidas del colegio, vendedores ambulantes, y cientos de manos que se extienden en su dirección. Ellas no quieren tocarlo, pero si anhelan dejarle algo: un folleto de hotel alojamiento recientemente renovado con turnos de 3 horas, celulares activados, títulos secundarios, etc. Juan sortea una a una a las dificultades y se hace paso rumbo al bar. “Bienvenido”, otro de los tradicionales del barrio. 30 años en la esquina más popular del abasto. 30 años bajo la misma administración (se alcanza a leer, orgulloso, en un cartel escrito a computadora en formulario continuo). 15 años desde la última mano de pintura. La mesa del fondo lo espera. Junto a la pared, a una distancia prudencial del baño, en el otro extremo de la televisión. Lejos de la abuela con sus nietos y de “los muchachos”, que por presencia evidente, ya se debían juntar en esa esquina cuando todavía era una verdulería. Primero se ubicó la mochila, cómodamente a un costado, salvándolo a Juan de tener que tomar él la decisión de irse enfrente, con las consabidas complicaciones que en los encuentros de a 2 suelen traer las sillas enfrentadas. A su lado se ubicó él, de cara a la pareja. Sacó sus libros, un cuaderno, la birome y la caja de cigarrillos. Para el “dream team” solo faltaba la cervecita (y sobraban los libros, el cuaderno y la birome, bromeó para sí). Pero apenas eran las cinco de la tarde y tenía mucho por estudiar. “Un café con leche por favor, y tres medialunas si puede ser. Gracias”. Abrió el libro, bajó la cabeza y buscó la marca. Desde “1986 marcó el principio...”. De repente, todo aquello que lo rodeaba y que parecía acompañarlo como contexto solamente, comenzó a cobrar importancia, a pelear su protagonismo. El silencio devino en murmullo uniforme. Hecho que solo era alterado por algún bocinazo, cada 3 o 4 minutos, también constantemente repetido. La música parecía haber elevado su volumen, pero a un nivel tal que solo podía notarse su presencia porque los silencios entre tema y tema permitían advertir la parte que le correspondía, dentro de la “mezcla” de sonido que contaminaba al bar. “Mezcla” que incluía la voz de sus pensamientos sobre las líneas del libro. Alzó la vista buscando el origen de tal bullicio. Tratando discernir una salida a una situación que lo hallaba de rehén, una vez con el café en camino. No podía levantarse e irse, no parecía poder estudiar tampoco. De repente, vio otra mesa donde el sonido no implicaba una molestia. Una mesa donde lo que había por decir se expresaba mejor por otros medios alternativos. Su vista detuvo su paseo inquisidor. Nuevamente el sonido parecía disminuir en sus oídos, los bocinazos no sonaban, la música se detenía. El silencio era total, su rostro no necesitaba palabras, sus lágrimas tampoco (aunque se sabe, valían más de mil). Juan no podía sacar la vista de aquella mujer, sus ojos empañados tampoco podían hacerlo, de esa nuca de enfrente. Los hombros de la nuca parecían relajados, abatidos. Los brazos de ella temblaban, como lo hacen cuando se esmeran al máximo por no dejar traslucir del todo que ya no hay fuerza para guiarlos. Su rostro se comprimía como tratando de erigir un dique inexistente en sus párpados que bloquee el río de lágrimas. Pero las mismas no se compadecían y caían, una tras otra, describiendo meandros a su paso y recorriendo los pliegues de una piel joven, en la que comenzaban a inscribirse huellas de otros momentos compartidos. Juan podía ver a través de esas lágrimas. Recordar en su nombre los momentos vividos que expiaban culpas y se idealizaban. Un húmedo primer encuentro casual en la calle que surca la mejilla, un más veloz reencuentro en el recital que apura para desprenderse de su barbilla, una etérea noche de aniversario en que la sorprendió a la salida del trabajo que ya vuela con destino cierto, y el choque de la lágrima contra la mesa que se encarga de empezar a esparcir esos recuerdos. Recuerdos que si bien nunca la abandonarán, probablemente con el tiempo cambien de forma y dejen de ser una lágrima, para pasar a ser una mueca de resignación, y el día de mañana una tibia sonrisa de alegría por aquello vivido. Pero ese día, ese día eran una lágrima. Salada y dolorosa. Inevitable pero que, al mismo tiempo, no quería ser evitada tampoco. Sucintamente Juan bajó la cabeza. Sus pensamientos volvían a ordenarse ahora en torno a la historia de esta chica. “En 1986 debía haber sido apenas una niña” ató sus pensamientos con los del libro. Pero al volver su mirada, un café con leche se interponía entre él y el estudio. Tres medialunas completaban el cuadro. El café ya estaba frío. Poco tiempo le duró el esfuerzo por no volver a mirarla. Su rostro se hallaba ahora más tranquilo, relajado. Lo peor ya había pasado, pensaba, ahora sobrevendría lo más triste según podía intuir por propia experiencia. La piel de sus mejillas se podía adivinar un tanto tensa por la sal que atestiguaba el llanto evaporado. Su mirada, no obstante, reflejaba la serenidad de quien se sabe poseedora de la sabiduría. Aunque Juan podía prever la ciclotimia que la acompañaría por las próximas horas. De repente, la vista de ella que se encontraba perdida, o más bien, simplemente alejada de la nuca, se cruzó con la de Juan. Éste intentó eludirla rápidamente, pero no pudo. Fueron 2 segundos. Pero para Juan fue una eternidad (la famosa eternidad del instante, pensaría luego camino a casa.) Juan vio como su pupila se dilató, su boca pareció relajarse, su cuerpo se aflojó y de repente pareció encontrar el reparo que andaba buscando. Pero como tirada por un piolín de la misma punta de la nariz, su cara giró al tiempo que sus cejas se elevaban al cielo. Una nueva pausa infinita de un segundo para dar paso a otra tormenta emocional. Confirmada la ciclotimia, Juan celebró su perspicacia con un sorbo de café. Frío y amargo pese a los 2 sobrecitos de azúcar. Miró su reloj y apuró la última medialuna. Sacó su billetera sin despegar la mirada de la chica, que ahora esbozaba un principio de sonrisa, tan triste como la primera lágrima que había visto brotar de sus ojos. Dejó la plata justa sobre la mesa y unas monedas de propina (todo lo que le permitía su nuevo trabajo, más ligado con una elección de vida que con una finalidad económica). Volcó los restos de estudio sobre su mochila y ésta, sobre su hombro derecho. Todo procedía de memoria, ya que sus ojos no se despegaban de aquella cara, ahora más hinchada y roja que antes. Tres pasos hasta la puerta y uno más al ruido. De repente el murmullo constante, autos, bocinas, charlas, celulares, hoteles alojamiento, títulos y una cara. A través de una ventana de bar, una cara. Una cara ahora tranquila, que ve como un chico se aleja, mochila al hombro, mientras otra cara frente a ella le explica que era lo mejor para los dos.
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